Si una empresa fuese un organismo, la telefonista sería a la vez su boca y sus oídos. Sentada toda su jornada en una silla, la mano en el teclado, un oído ocupado con el audífono, muchas veces llevando la otra mano al micrófono en un gesto mecánico, quien se ocupa del teléfono es quien comunica a la empresa con todo lo que hay en el resto del mundo.
Su principal riesgo es la afonía, por tantas horas hablando sin parar. La audición puede sufrir debido a la recepción diferenciada –un oído abierto al sonido ambiente, el otro aprisionado y recibiendo información constantemente–. Y un error de cálculo en la estructura de la silla o una mala postura mientras se trabaja pueden llevar a sufrimientos eternos por contracturas y lesiones en la columna o el cuello.
Un derivado del oficio de telefonista es el de receptor en un call center. La tarea se limita a recibir llamadas y contestar preguntas, o derivarlas. Lo opuesto es lo que realiza un telemarketer, encargado de llamar interminablemente a gente que en general no quiere ser llamada, y tratar de convencerla de que compre algún producto o servicio.
A veces ser telefonista se convierte casi en un arte. Los que se ocupan de recibir llamadas en servicios de radiotaxis tienen que atender miles de pedidos al día, y en las horas punta el tráfico es tan denso que su voz se convierte en un murmullo ininterrumpido que recibe y transmite datos sin parar, en un estado que parece casi hipnótico. De la rapidez de sus comunicaciones depende la flota de taxis de una ciudad.