No existe un soldador que no se haya quemado al menos una vez. Por eso es muy importante tomar todas las precauciones; usar ropa protectora y hacerse de buenos implementos, ya que se trabaja con temperaturas altísimas. Si es descuidado y confiado de más, puede hacerse una quemadura grave. Si es un profesional responsable, nada peor que alguna ampolla en un dedo por tocar una soldadura demasiado reciente.
La llama de una soldadora autógena (que quema gas) alcanza más de 3.000 ºC. En la soldadura eléctrica, en la que un electrodo descarga un arco voltaico sobre las piezas de metal que se quieren soldar, las temperaturas en el punto de descarga llegan a los 5.500 ºC, la misma que encontramos en la superficie del sol.
El soldador tiene que ser muy precavido con sus ojos. El brillo intenso que se genera en los puntos de soldado puede provocar fácilmente queratitis, una úlcera en las córneas, y luego ceguera.
Durante casi toda la historia de la humanidad, el único método conocido para soldar dos piezas de metal fue calentar sus bordes hasta que casi se fundieran y unirlas a martillazos. A fines del siglo xix se desarrolló la soldadura con gas y luego la eléctrica, y entre ambas cambiaron el mundo. La aparición del oficio de soldador permitió construir puentes metálicos de cientos de metros de largo y rascacielos de cientos de metros de altura.
El futuro de la soldadura está en el espacio, donde los soldadores trabajan con rayos láser para sellar las placas de titanio de las naves espaciales. En la Tierra, los automóviles son soldados por robots computarizados.
Los bisabuelos de los soldadores del espacio fueron los que lograron hacer del Titanic un solo objeto compacto y no un montón de chapas metálicas mal ajustadas. Se hundió de todas maneras, pero la responsabilidad fue del iceberg.