Hay guardavidas o salvavidas en cada piscina pública del mundo, pero los que más exigencias tienen son los de las playas, cuyo deber es cuidar la vida de los cientos o miles de bañistas que chapotean en el agua a su cuidado. Un guardavidas tiene que ser un atleta, capaz de nadar más rápido que nadie, correr de un salto desde su caseta o silla hasta el lugar donde se meta al agua, y acarrear a quien necesite ayuda hasta la orilla. Allí debe saber aplicar primeros auxilios, respiración boca a boca y reanimación artificial, asumiendo el riesgo de contagio de enfermedades. Un guardavidas está a medio camino entre el bombero y el enfermero, pero tiene que sumar a las habilidades de estos un entrenamiento constante.
El guardavidas pasa largas jornadas bajo los rayos del sol vigilando a los bañistas para anticiparse a posibles accidentes. Cuando un niño sale disparado detrás de una pelota que ha arrastrado la corriente, el guardavidas ya tiene que estar en la orilla, previendo y advirtiendo de la posible situación de riesgo, para evitar que se llegue al desesperado pedido de auxilio.
Pero al tener que rescatar al alguien su duro entrenamiento se pone a prueba. Se encuentra con una persona llena de pánico, que bracea desesperadamente y se aferra a él por reflejo, y, si se trata de un socorrista inexperto, todo puede terminar en tragedia para los dos. Las técnicas más nuevas de salvamento requieren que el guardavidas demuestre su superioridad física no combatiendo con quien quiere rescatar, sino todo lo contrario. Una persona que se está ahogando no razona, y combatir con ella podría lastimarla. El guardavidas confía en su propio entrenamiento, deja que la persona se aferre a él y lo arrastre a las profundidades como peso muerto. Una vez allí, la víctima, cansada y sin entrenamiento, se desmaya, y el guardavidas, mejor preparado, puede hacer su trabajo: llevarla primero a la superficie y luego hacia la orilla y de nuevo a la vida.