Algunos hombres nacen ciegos, otros pierden la vista en un accidente; a la larga todos vamos perdiendo la vista. Sin embargo, todos tenemos un punto ciego. Así se le llama a la puerta trasera del ojo, por donde sale el nervio óptico hacia el cerebro. También nuestra mente tiene un punto ciego: la dificultad de vernos a nosotros mismos.
«Conócete a ti mismo», decía una inscripción en el templo de Apolo en Delfos, en la antigua Grecia. Poco después, en el siglo v a. C., el gran filósofo Sócrates hizo suyas estas palabras. Y para él, la mejor manera de conocerse y entender el mundo era hacerse preguntas, cuestionárselo todo. Primero, decía, hay que desarmar todo lo que creemos saber, para luego empezar de cero.
Casi 25 siglos más tarde aparecía la psicología. Nacía del mismo impulso ancestral enunciado en Delfos. Hoy los psicólogos de todo el mundo llevan esta tarea a los más diversos ámbitos de la vida humana.
Los más conocidos son los que ayudan a otras personas a entender y solucionar sus problemas y mejorar su calidad de vida. Son los psicólogos clínicos y psicoterapeutas. Cuando alguien acude a un psicólogo es porque siente que algo en su vida no anda bien. El psicólogo no arregla los problemas de sus pacientes; se limita a que entiendan lo que está ocurriendo y encuentren por sí mismos la solución. Para eso sigue aplicando la doctrina de Sócrates: escuchar y preguntar, para llegar a la esencia de la cuestión. A veces hace de espejo, mostrándole al paciente lo que no puede ver, su punto ciego. Pero, como toda persona, el psicólogo también tiene su punto ciego: por eso la mayoría necesita de un supervisor o un terapeuta, o las dos cosas.
Por otra parte, cada vez es más frecuente encontrar psicólogos trabajando en otros contextos y especialidades: en empresas, en administraciones públicas o en escuelas, en cárceles y en universidades, dando asistencia a deportistas, desocupados o discapacitados, entre otros. Sin embargo, aunque trabajen en distintos lugares y apliquen métodos bastante diferentes, la tarea fundamental de todos los psicólogos es muy parecida: ayudar a las personas a sacar lo mejor de sí mismas. Y aunque los riesgos que enfrentan son diferentes para cada especialidad, también tienen una raíz común: el hecho de estar todo el día escuchando a los demás y ayudándoles a resolver sus problemas.
Es una tarea altamente estresante, pero además es frecuente que el psicólogo se lleve los problemas a casa y siga dándoles vueltas mientras intenta disfrutar de su tiempo libre con sus familiares y amigos. También puede ocurrir que quede saturado, y que cuando salga de trabajar ya no tenga capacidad para escuchar a nadie, lo cual lo lleve a aislarse de sus seres queridos. Es vital no excederse en las horas de trabajo y, ante los primeros síntomas de desborde, acudir a un colega. Esta vez como paciente.