Con la caída del Imperio Romano, en el siglo V d. C., en manos de los pueblos bárbaros, Europa se fragmentó en innumerables feudos. El feudalismo se impuso como el nuevo sistema de organización del trabajo, sustituyendo al esclavismo de la Antigüedad. Los señores feudales ­pasaron a ser los nuevos dueños de la tierra, y los siervos eran quienes la trabajaban. Ese vínculo social y laboral dominó la mayor parte de la Edad Media.

En el período que se conoce como Baja Edad Media (siglos XI al XV) cobró fuerza una nueva clase de trabajadores: los artesanos. Estos comenzaron a organizarse en torno a lo que se conoció como taller o gremio.

Uno de los más destacados de la época fue el gremio de los orfebres. Fabricaban candelabros, lámparas, cruces, cálices y empuñaduras de cuchillos. Los aprendices comenzaban trabajando en la fundición de los metales mientras aprendían a manejar las herramientas con la ayuda de los oficiales, ya experimentados en la utilización de los martillos y los cinceles con que se daba forma a las distintas piezas. Finalmente, los maestros eran encargados de supervisar todo el trabajo del taller y de realizar las tareas donde lo artesanal se transformaba en arte.

Durante este período desfilaron los gremios de los tejedores, zapateros o carpinteros, oficios que sobreviven en nuestros días, y otros ya desaparecidos, como el de los toneleros —encargados de construir los toneles donde se guardaba el vino—, los tramperos —dedicados a elaborar trampas para cazar animales— o los carreteros —fabricantes de carros y carretas.

Los gremios eran mucho más que espacios donde aprender y ejercer los oficios. Eran lugares de pertenencia a la sociedad. Se distinguían unos de otros con banderas, las calles donde se instalaban los talleres llevaban el nombre del oficio (la calle de los Cuchilleros, por ejemplo) y cada gremio trabajaba bajo la protección de un santo patrono, elegido según la vocación y las tareas propias del oficio. Así, los carteros erigieron como su santo patrono al arcángel Gabriel, encargado de anunciar a María que iba a ser la madre de Jesucristo, y los cocineros eligieron a San Lorenzo, quien, según la leyenda, mientras era asado vivo por sus verdugos dijo: «Ya estoy bastante asado por este lado; podéis darme la vuelta». La costumbre de buscarle un santo a cada oficio ha sobrevivido hasta nuestros días. Así, Santa Tecla es la protectora de los mecanógrafos.

La catedral de Chartres, en Francia, guarda uno de los testimonios más hermosos de lo que significaron los oficios para nuestros antepasados medievales. Entre 1210 y 1236 los distintos gremios de artesanos mandaron construir vitrales para decorar la catedral con motivos que describieran las tareas esenciales de cada uno de sus oficios. Era la primera vez que en un recinto sagrado se rendía homenaje a los más humildes trabajadores. Así, en uno de los vitrales aparecen los cambistas —antepasados lejanos de las modernas casas de cambio— pesando oro y plata en sus balanzas. A punto de matar un buey con un hacha aparece representado el carnicero, mientras a su lado un perro hambriento espera aprovecharse de las sobras. Se ven los tejedores con sus telares, los toneleros terminando de poner los aros metálicos a los grandes barriles y los zapateros colocándole los cordones a una de sus creaciones. Los aguateros, uno de los gremios más pobres, encargados de llevar el agua a toda la ciudad, hicieron una colecta para pagarles a los vidrieros, encargados de fabricar los vitrales, y así quedar inmortalizados como uno más de los oficios de la época.

Si en la Antigüedad el trabajo manual había sido relegado a los esclavos por ser considerado innoble, en la Edad Media se pasó al extremo opuesto. Los artesanos fueron valorados como verdaderos creadores, capaces de transformar las materias primas en infinidad de objetos únicos. Los secretos de cada oficio estaban envueltos en un aura de misterio casi sagrado que los artesanos debían proteger.