Al ir al jardín, o en los primeros años de escuela, solemos pintarnos las manos con pintura fresca y las apoyamos en una hoja de papel, imprimiendo nuestra huella una y otra vez como un verdadero sello humano. Esta experiencia no es más que el principio primitivo de la imprenta, el mismo que practicaban nuestros antepasados del Paleolítico, dejando impreso en las cavernas, con fines mágicos o religiosos, el relato de sus vidas. Desde entonces el ser humano ha buscado maneras de dejar constancia de su paso por el mundo, mejorando los métodos que permitían reproducir una imagen, un signo, un texto, un relato.

El desarrollo de un sistema de signos que permitió el nacimiento del lenguaje escrito y, muchos años después, la invención del papel fueron los dinamizadores fundamentales que permitieron la creación de la máquina para imprimir.

En el siglo xv, un orfebre llamado Johann Gensfleisch zur Laden, más conocido como Gutenberg, utilizó sus conocimientos de joyería para desarrollar sus evolucionados sellos, llamados tipos móviles. Su invento —emparentado con los sellos de piedra, los de arcilla o de madera desarrollados por los chinos— no era más que un conjunto de delicadas y precisas piezas metálicas grabadas con cada uno de los signos del alfabeto. Estas pequeñas piezas se ordenaban formando palabras, ­cadenas de texto que se entintaban con un rodillo para que luego la prensa, al apretarlas contra el papel, transfiriera el texto meticulosamente compuesto.

El primer libro impreso por Gutenberg fue la Biblia. La invención y mecanización de la imprenta provocó una impensada aceleración en la difusión del conocimiento, antes almacenado celosamente en habitaciones de monasterios. Miles de publicaciones empezaron a circular, permitiendo que esos valiosos tesoros llamados libros llegaran finalmente a las manos de todos.

En nuestros días el impresor, protegido por sus orejeras dado el ruido constante, vigila un sistema automatizado. El correcto acondicionamiento del aire se vuelve necesario por la utilización de solventes y productos químicos empleados en la limpieza y en la manipulación de las tintas. Y las delgadas chapas offset en que se transformaron los viejos tipos móviles se encargan de transferir el diseño al papel.

Coloridos libros, diarios, revistas, volantes, folletos, afiches, tarjetas de felicitaciones, papeles de regalo, se imprimen en la actualidad a una velocidad que puede alcanzar las 150 hojas por minuto.

Rodeado de tanto papel, color, imágenes y letras, el impresor pocas veces podrá escapar a la tinta que manchará sus manos, y volverá, tal vez sin darse cuenta, a ser niño otra vez.