Escribir en un diario íntimo es algo que mucha gente hace en algún momento de su vida. Es una costumbre que suele comenzar en la niñez. El diario no es algo, no es simplemente una cosa; es alguien al que se le puede contar lo que a uno le pasó en el día o la semana. Allí se registran todas las cosas importantes: un viaje a la playa, la fiesta de cumpleaños de un amigo, el primer beso, todo. Página tras página se anota la fecha, como si se estuviera escribiendo una carta para un amigo silencioso y comprensivo. Se comienza así: «Querido diario». Claro está, la palabra clave de todo este asunto es íntimo. Ella significa que todo lo que allí se anote solo podrá ser leído por el autor, de ningún modo (nunca, nunca) por hermanos o amigos curiosos.
Hay personas que pueden llevar un diario durante muchos años. Sus vidas van cambiando, se llenan de mudanzas, de partidas, de reencuentros, de nacimientos, y cada cosa deja su huella en las páginas del diario, que no solo se llenan de hechos, sino también de ideas y sentimientos. Así ocurre que al cabo de un tiempo el diario íntimo se convierte en un libro de historia, la historia de una vida. Y es que todo el que escribe en su querido diario tiene algo de historiador: el afán de rescatar el pasado y ayudarlo a volverse presente cada vez que se lea el texto.
Pues bien, del mismo modo en que algunos de nosotros escribimos la historia de nuestras propias vidas, el historiador dedica la suya a investigar y contar la historia de otros hombres, de países, de continentes enteros; claro que estas historias no son íntimas sino públicas, y la tarea del historiador es hacer que todos podamos conocerlas. Lo difícil de esto es que el historiador debe contar cosas que no vivió: por ejemplo, él no estuvo en la Pinta (una de las tres carabelas de Colón) cuando Rodrigo de Triana gritó: «¡Tierra a la vista!». Pero hay más de una manera de saber que algo ocurrió, y presenciar el hecho es solo una de ellas.
El historiador tiene muchas herramientas a su disposición para, a modo de un detective, reconstruir de la forma más fiel posible (aunque casi nunca perfecta) lo que pasó. Sus herramientas más importantes son las fuentes primarias, las declaraciones directas de los protagonistas. En el caso de que estos aún vivan, el historiador puede entrevistarlos, pero si no es así todavía hay maneras de acceder a esas declaraciones a través de cartas, documentos oficiales, artículos periodísticos e incluso diarios personales. En tanto, las fuentes secundarias son estudios históricos previos que se realizaron sobre las fuentes primarias, pues cuanto más antiguo es el hecho que se estudia, más difícil será acceder a estas.
Por suerte, el historiador no está solo. Los arqueólogos y los antropólogos le proporcionan datos fiables sobre el pasado remoto, mientras que los archivos de los periódicos ponen a su disposición un registro permanente de la realidad vista a través de los periodistas. Con esos datos y muchos otros, el historiador se vuelve, en cierto modo, un puente entre nosotros, los hombres, mujeres y niños del presente, y la vida de todos los que vivieron antes que nosotros, en un mundo que es nuestra herencia.