Un hombre sale bien temprano de su casa. En la esquina se detiene en el quiosco. «Científico belga inventa un traje que logra hacernos completamente invisibles», lee entre los principales titulares del día. Compra el diario y sigue su camino. Se sube a un taxi, da una dirección y se dispone a leer la noticia. A las dos calles, cuando está a punto de enterarse de qué sustancia química estaba hecho el traje de invisibilidad, el auto que va adelante de su taxi choca con un camión de frutas y verduras. El taxista es ágil y de reflejos veloces, por lo que logra esquivar el choque. «Qué suerte tuvimos», dice el chofer. El hombre asiente en silencio y vuelve a concentrarse en su lectura.
El hombre se baja en otra esquina de la ciudad y entra en un banco. Allí debe hacer una larga fila para pagar el alquiler de la casa donde vive. Delante de él, dos mujeres conversan sobre las ventajas de un nuevo tratamiento de belleza basado en frotarse el rostro con caracoles de jardín. El hombre escucha con suma atención. Cada tanto observa al cajero y se entretiene mirando cómo este cuenta el dinero, firma cheques y habla por teléfono.
Al salir del banco, el hombre decide volver caminando, ya que ha quedado impresionado por el choque. En la calle se cruza con un perro vagabundo al que le falta una pata. El perro parece no preocuparse por ello. Inclusive le facilita su trabajo, porque puede orinar en cada árbol sin tener que levantar la pata que le falta.
Finalmente el hombre llega a su casa y se pone a trabajar. Se sienta y se queda en silencio. Cada tanto garabatea alguna cosa en un papel, revisa algún libro. No parece estar haciendo mucha cosa, porque su trabajo es interior.
Vuelve sobre la noticia del diario y deja divagar su mente, reflexionando si realmente inventar un traje que haga a los hombres invisibles es un adelanto científico o un mero pasatiempo. Se pregunta por los límites de la responsabilidad de los actos humanos y cómo influiría el hipotético traje en el asunto.
«¿Qué es el mal?», se pregunta en voz alta, entonces recuerda el choque que presenció en la mañana y la frase del taxista: «Qué suerte tuvimos». Se pregunta si el azar gobierna al universo o hay un destino que mueve las cosas. Se pregunta si habrá muerto alguien en el accidente, entonces se detiene en el problema de la muerte y repasa mentalmente las respuestas que las distintas religiones y filosofías le han dado a la cuestión. Cuando el problema lo ha angustiado lo suficiente, recuerda al perro que vive alegremente con tres patas. «¿Por qué el conocimiento de nuestras carencias nos hace infelices, en cambio a los animales parecería que no?», se pregunta. Imagina al perro y lo ve orinando en cada árbol, marcando el territorio. Piensa entonces en las formas en que los seres humanos marcamos nuestro territorio, también a través de olores, dinero, palabras. Finalmente siente una emoción por la belleza que guarda ese perro a esa hora del día, pero al mismo tiempo se pregunta por qué ese perro es bello, e inmediatamente recuerda la conversación de las mujeres en el banco y se pregunta: «¿En qué momento de la historia comenzamos a considerar bella una piel suave y tersa? Y fundamentalmente ¿por qué?».
Cuando quiere acordar ya ha caído la noche. Algunas estrellas son visibles a través del humo de las fábricas. Se queda mirando largamente por la ventana de su habitación y piensa por qué existen las cosas. «Perfectamente podría no haber existido nada», se dice en voz baja. Luego vuelve a detenerse sobre una particular obsesión: «¿Acaso hay una voluntad detrás de esas estrellas?».
El filósofo es un hombre que se dedica a pensar. Mantiene intacto el asombro frente a todo lo que existe. Duda continuamente de todas las cosas que le son dadas por verdaderas. Sus herramientas principales son el pensamiento y la palabra. Piensa y escribe sobre aquellos temas que han sido comunes a todos los hombres, porque están arraigados en la propia experiencia de vivir. La muerte, el bien, el mal, cómo conocemos lo que conocemos, qué es lo bello, la existencia de Dios, son algunos de los temas predilectos de los filósofos.
Su principal riesgo es descuidar el aspecto material de su vida y, enredado en cuestiones filosóficas, quedar atrapado solamente en un mundo de ideas, sin desarrollarse en los otros aspectos de la existencia. Es que el oficio del filósofo es observar el universo, manteniéndose siempre un paso al costado, con la distancia necesaria para poder reflejar su complejo y maravilloso devenir.