Imaginemos una ciudad gigantesca, una ciudad más grande que todas las ciudades que existen sobre la Tierra. Es de noche. Todos están a punto de irse a dormir. Como en una coreografía monumental, cada hombre, mujer y niño de nuestra ciudad se retira a sus habitaciones, se pone su piyama y luego se acuesta. Unos hombres leen, otros miran televisión, otros conversan, pero todos, cada uno de los millones de habitantes de nuestra inmensa ciudad, se duermen al mismo tiempo, en el mismo minuto. Eso es lo más sorprendente de nuestra fantasía. Cuando el reloj marca la medianoche, algunos van dejando caer la novela de sus manos, otros alcanzan a apagar el televisor y algunos otros murmuran «buenas noches». Al final todos cierran los ojos. Al cabo de algunas horas, la ciudad entera duerme; incluso los perros, los gatos, los peces del acuario, los lagartos del zoológico, las piedras y los árboles.
De pronto, delante de nuestros ojos, la ciudad entera a oscuras se transforma en millones de imágenes que pasan a gran velocidad, como en una película de cine acelerada. Las imágenes aparecen un instante y luego se desvanecen rápidamente. A veces creemos ver el rostro de un querido amigo que no vemos hace tiempo y nos alegramos, pero cuando nos acercamos a saludarlo el rostro parece ser un caracol de extraña forma que perfectamente guardaríamos luego de un paseo en la playa. Curiosos, intentamos recogerlo, pero vuelve a transformarse en otra cosa. Caemos en la cuenta de que tan fantástica sucesión de imágenes solo puede corresponder a una cosa: los sueños de toda la ciudad. Sonriendo, nos acomodamos en la butaca. Aparece uno de los lagartos del zoológico, durmiendo con la boca abierta. Metemos la cabeza dentro de la temible boca confiando en que sus filosos dientes sean solo el sueño de alguien. Además, el lagarto parece dormir profundamente. Al segundo siguiente los grandes colmillos se transforman en piezas de dominó que caen unas sobre las otras hasta perderse por la garganta oscura del que antes era un lagarto y ahora parece más bien el cráter de un volcán. Las piezas continúan cayendo al vacío y nosotros estiramos la mano y finalmente logramos tocar una de ellas. En nuestra mano, la pieza se siente perfectamente real. Un sueño ha sido capturado.
Los artistas son hombres que se dedican, justamente, a capturar sueños. Hacen esfuerzos denodados por recordar los sueños que tienen cuando duermen y los que tienen cuando están despiertos. También escuchan con atención a los demás y miran todas las cosas, como si cada piedra, cada árbol y cada banco de plaza del mundo fueran parte de esa ciudad imaginada, donde todos se acuestan a la misma hora y sueñan. Los artistas a veces se quedan mirando fijamente una piedra, preguntándose si estará despierta, soñando o a punto de despertar. Al tiempo, logran transformar esa misteriosa piedra en una escultura.
Para dar prueba fiel de que han capturado un sueño, los artistas deben ser capaces de contarlo. Algunos prefieren escribirlo, los poetas o escritores. Otros lo pintan, y los conocemos como pintores. Otros lo representan delante de otras personas, y son actores. Quienes los encarnan en su propio cuerpo son los bailarines. Cada tanto aparecen artistas que mezclan todas las técnicas e inventan nuevas, pero todos, sin excepción, trabajan con ahínco para que sus obras de arte sean tan bellas y verdaderas como nuestros mejores sueños.