Las sociedades primitivas se regían por usos y costumbres que no estaban escritos, cuyos principios se perdían en el origen de los tiempos. Todos los miembros de una sociedad conocían y seguían esas normas para tener una convivencia armoniosa. Cuando surgía alguna disputa, cada uno asumía su propia defensa. El responsable de juzgar, es decir, de poner en los platillos de la balanza los argumentos de cada parte y decidir quién tenía la razón en un conflicto, era el conjunto de la comunidad. Sin embargo, a veces se dejaba esta tarea en manos de los considerados más sabios, como los ancianos o sacerdotes.
En el Imperio Romano, donde se originaron los principios fundamentales que hoy aplicamos, los ciudadanos no conocían todas las leyes vigentes por haberlas leído, sino a través de su experiencia personal o por otra persona que se las hubiese contado. A medida que hubo más normas legales, aparecieron personas que se dedicaron a conocerlas y analizarlas, lo que derivó en el oficio que hoy llamamos abogacía.
Hoy en día un juicio es algo muy complejo. Es un acto público presidido por un juez, que en algunos sistemas es también el que tiene que dictar sentencia. En otros la decisión recae en un jurado compuesto por ciudadanos comunes elegidos al azar, y el juez se limita a definir la pena si el acusado es declarado culpable. Para inclinar la balanza hacia su lado, los abogados de la acusación y de la defensa exponen sus pruebas, interrogan a los testigos y desarrollan argumentos convincentes en un tiempo limitado. Por eso deben ser buenos oradores y escribir con soltura, ya que actualmente buena parte del proceso se hace por escrito.
La principal premisa en un juicio es que el acusado se considera inocente mientras no se demuestre lo contrario. Como nunca se puede estar absolutamente seguro, en algunos países la culpabilidad debe probarse «más allá de toda duda razonable». Así, la función del abogado defensor es encontrar y señalar estas dudas, mientras que la del fiscal o abogado de la acusación es demostrar que no existen.
En la actualidad, cualquier persona que trate con la justicia tiene que hacerlo a través de un abogado. Hasta los abogados, si son acusados de algún delito, necesitan de otros abogados que los representen, pues no es aconsejable que una persona se defienda a sí misma.
La palabra abogado proviene de la expresión latina ad auxilium vocatus, que se traduce como ‘el llamado para ayudar’. Ante todo, un abogado es un consejero. Al ser los sistemas judiciales tan complejos y la cantidad de leyes tan abrumadora, el abogado debe saber escuchar a su cliente, para luego guiarlo y abrirle paso hacia lo que este quiera lograr.
Los abogados defienden los intereses de sus clientes, no los de la justicia. Por lo tanto, no son imparciales: para eso están los jueces y los jurados. Pero en realidad el sentido de justicia está presente en todas las personas: por eso el ideal de justicia es que los conflictos se resuelvan de común acuerdo. Así, una función importante de los abogados –en algunos casos de despidos, divorcios o accidentes de tránsito– es hacer de mediadores entre las partes para intentar que lleguen a un acuerdo satisfactorio sin tener que ir a juicio. Solo cuando esto no se consigue hay que recurrir a un tercero imparcial –el sistema judicial– que decida lo que considere más justo para todos y restablezca el equilibrio entre las partes.