El helado de chocolate ha entrado en nuestra boca. Las papilas gustativas de la lengua, diseñadas para reconocer lo salado, lo dulce, lo amargo y lo ácido, se ponen en acción. Luego de pasar por el esófago y el estómago, el chocolate sigue su rumbo a lo largo de los siete metros de intestino delgado, al tiempo que los nutrientes van siendo absorbidos por la sangre.
En una gota de sangre existen cinco millones de glóbulos rojos, encargados de transportar el oxígeno a todo el cuerpo. Para ello, el corazón bombea cien mil veces al día.
Ahora damos un segundo bocado al helado y respiramos hondo para que el placer sea más intenso. Algunas impurezas del aire se cuelan en nuestra nariz y, al detectarlas, los nervios conectados al cerebro devuelven una descarga eléctrica en forma de estornudo. Nervios como el de la nariz son llamados sensoriales y se extienden por el cuerpo a lo largo de 75 kilómetros.
Finalmente, el oído recoge la siguiente frase «Abrigate, que hace frío», a lo que contestamos «Sí, mamá». Para elaborar ese sencillo diálogo han trabajado millones de neuronas en el lapso de unas milésimas de segundo.
Esta usina corporal trabaja 24 horas al día y puede llegar a funcionar más de cien años. Una mujer en Mongolia vivió 117.
Cuando un cuerpo está sano se encuentra en equilibrio. Si nos cortamos, la piel se regenera sola. Si tenemos un resfrío, al cabo de tres días de reposo el cuerpo vuelve a su equilibrio natural. Un ejército de médicos interiores, llamados defensas, trabaja día y noche para frenar el ataque de millones de virus y bacterias que conviven con nosotros. Si las defensas son derribadas, aparece la enfermedad y entonces debemos recurrir al doctor.
Su trabajo comienza con la observación. El paciente se levanta de su silla en la sala de espera y camina hasta el consultorio. Se lo nota fatigado. El médico ya está pensando que el problema puede estar en el corazón.
«¿Qué le duele?», pregunta, buscando síntomas de la presunta enfermedad. Sin embargo el paciente no contesta inmediatamente, sino que recuerda que al ir hasta el consultorio tuvo que tomarse dos taxis porque el tránsito estaba trancado, y se queja de cuán insoportable es manejar en la ciudad. El médico escucha en silencio, observa el brillo apagado de la piel, un tic nervioso en el ojo y mentalmente sigue tomando apuntes: «Por aquí puede haber un carácter obsesivo, preocupaciones, tal vez padezca gastritis (enfermedad del estómago)».
El paciente empieza a relatar su dolor físico, cuenta el lugar donde trabaja, qué enfermedades sufrieron sus padres y sus abuelos. Luego se acuesta en la camilla, señala un punto cercano a la boca del estómago y dice: «Es por acá». El médico cuidadosamente apoya sus manos sobre el abdomen y, como si pudiera ver a través de la piel del paciente, coloca los dedos en el punto justo donde se concentra el dolor: «Es el apéndice, hay que operar».
La medicina comenzó con los brujos y los chamanes, que hacían el mismo trabajo de observación, diagnóstico y curación que un médico actual. En el siglo v a. C., el médico griego Hipócrates redactó el juramento hipocrático, donde definió la medicina como «el arte de curar». Al principio del siglo xx los médicos empezaron a recetar la aspirina, medicamento desarrollado por el químico alemán Felix Hoffman, con el fin de aliviar la artritis que sufría su padre. Hoy existen cientos de miles de medicamentos, toda una industria farmacéutica al servicio de la medicina.
Sin embargo, hay algo del oficio que se mantiene intacto desde la Antigüedad. Cuando el cuerpo se enferma, la persona se siente desprotegida e incluso castigada por una fuerza que desconoce y rechaza. En esas ocasiones es cuando el vínculo entre el médico y el paciente se pone a prueba. Ante la vocación sanadora de un médico y el deseo de curarse del paciente, muchas enfermedades, incluso las más terribles, se han visto obligadas a ceder. He allí el misterio irreductible de este oficio.
El principal riesgo del médico es contagiarse las enfermedades de sus pacientes. Su gran enemigo es él mismo y sus conocimientos. Es difícil que un médico acepte ser paciente y ponerse en manos de otro doctor. Esa es la principal barrera que debe romper. Luego debe tomar recaudos básicos, como el uso del tapaboca, la higiene y el cuidado a la hora de manipular jeringas. Las largas jornadas de trabajo y la gran responsabilidad de este oficio son una pesada carga para el médico, que se convierte en un enemigo tan peligroso para su salud como los virus y las bacterias a los que debe derrotar.