A lo largo de un día normal todos tenemos infinidad de relaciones sociales. Ceder el asiento a una mujer embarazada, comprar fruta en el mercado, retirar un libro de la biblioteca, preguntar dónde queda el parque de diversiones, son pequeños ejemplos de vínculos fugaces que pueden producirse porque vivimos en sociedad, porque no estamos solos en una isla del Pacífico sur. Y para vivir juntos hemos hecho un pacto (un pensador francés llamado Rousseau hablaba de un contrato social imaginario), según el cual todos renunciamos a una parte de nuestra libertad en procura de cuidar la libertad de todos. Así, el baterista de una banda de rock tiene la libertad de practicar para ser mejor músico, pero como sus vecinos tienen el derecho a descansar, el baterista debería limitar su libertad durante las noches.
Las vidas de todos los miembros de una sociedad están conectadas de los modos más diversos. Y el asunto es más complejo aún: la sociedad de un país está formada por muchas otras sociedades más pequeñas. Una familia es una sociedad; también lo son una clase de escuela, un grupo de compañeros de oficina, las maestras reunidas a la hora del recreo, un equipo de fútbol; todos son ejemplos de pequeñas sociedades que se integran y relacionan como los hilos de colores que, al ser tejidos, acaban formando un tapiz increíble.
El sociólogo es, antes que nada, un observador. Él necesita, primero, conocer la sociedad, entender cómo es, para luego desentrañar los motivos por los cuales es de esa forma, y tiene que cumplir esa tarea porque muchas veces las cosas se vuelven invisibles para nuestros ojos, de tanto verlas. Entonces, el sociólogo es alguien que nos ayuda a vernos mejor a nosotros mismos en nuestra relación con los demás para que podamos, entre todos, construir una sociedad mejor, un tapiz más hermoso y justo.