La vida del gusano de seda, literalmente, pende de un hilo. Dedica toda su existencia (apenas dos meses) a alimentarse lo suficientemente bien con hojas de morera para acometer con éxito una sola obra: tejer un único y finísimo hilo de 1.500 metros de longitud. Claro que no lo teje de cualquier manera. Lo hace en forma de capullo, una especie de pequeño sarcófago donde el gusano pasa veinte días sin moverse, como una momia, mientras su organismo se destruye a sí mismo para poder transformarse en otra cosa: una mariposa.

Los grandes custodios de estos tejedores naturales han sido los chinos. Durante 20 siglos mantuvieron su secreto bien guardado. Una ley imperial condenaba a muerte a quien intentara sacar de China un gusano de seda o sus huevos. Largas caravanas de mercaderes europeos recorrieron a lo largo de siglos la fabulosa ruta de la Seda, cruzando desiertos, montañas y ríos, librando batallas contra otros mercaderes, hasta llegar al antiguo Imperio Chino para adquirir las preciadas telas. El legendario Marco Polo logró hacer la ruta de la Seda dos veces en su vida. La primera vez que volvió a su Venecia natal, cargado de seda y otras riquezas, habían pasado veinte años de su partida.

Los gusanos de seda no han estado solos en la tarea de proveer los hilos de la vestimenta. Durante la primera mitad del siglo xix, el régimen esclavista del sur de los Estados Unidos se organizó en torno al cultivo del algodón, fibra utilizada en camisas, pantalones e incluso en los billetes de dólar. La lana, otra de las fibras naturales más utilizadas, depende de millones de ovejas que entregan cada una 18 kilos de abrigo por año para fabricar los buzos necesarios para soportar el invierno. En el siglo xx, además, se inventaron las fibras artificiales. El elastano, conocido como lycra, fue inventado en 1959 por Du Pont de Nemours y es utilizado en todo el mundo para confeccionar ropa interior femenina, entre otras prendas.

Una vez recogidas, las fibras son transformadas en hilos en las hilanderías. Pueden mantener el color crudo o ser teñidas de infinitos colores por el tintorero, que deberá cuidarse del contacto con los pigmentos y las sustancias químicas que utiliza.

Luego pasan a las fábricas textiles, donde las tejedoras producen dos grandes tipos de telas. Mirado con lupa, el tejido plano es una gran cuadrícula de hilos entrelazados, mientras que el tejido de punto simula la forma de una espiga de trigo.

La última etapa se denomina confección. Las telas son cortadas según un guion ya establecido: los moldes. Mangas, piernas, cuellos, cada parte de las prendas habita por separado hasta que aparecen las maquinistas.

Encaramadas en sus máquinas de coser, se valen de ambas piernas y manos para manejar el ritmo de la costura. Siempre mantienen la vista fija en la prenda de vestir, tanto al pegar los botones de una camisa, unir las dos piernas de un pantalón o dar el detalle final al dobladillo de un uniforme, en una especie de trance hipnótico que en ­general acompañan con música. La concentración y la coordinación de las maquinistas son dignas de un baterista, pero, a diferencia de este último, ellas deben tener mucho cuidado con las agujas que continuamente manipulan, dado que una máquina de coser puede inutilizar una mano.

Una buena iluminación en la zona de trabajo es una ayuda fundamental para no desgastar la vista antes de tiempo, así como una buena silla y una correcta postura evitan futuros problemas de columna.

Desde el siglo xvii, con la invención de la lanzadera volante de Kay, los telares han ido ganando terreno en la industria textil. Hoy en un minuto y medio una máquina puede tejer un tubo que luego una maquinista ­transforma en un calzoncillo. Las máquinas suelen manejar cientos de agujas al mismo tiempo y a alta velocidad. Pero si antes una diseñadora textil no imagina al detalle cada uno de los recovecos de un pantalón, e incluso quiénes y en qué ocasiones llegarán a usarlo, las máquinas entregarán tejidos sin capacidad de convertirse en ropa.

Antes de dar la puntada final, la ropa sigue siendo un conjunto de hilos sin forma, palabras desperdigadas que un escritor del tejido debe transformar a fuerza de imaginación y de trabajo seriado. Luego, al usarla, la ropa se va cargando de la historia de quien la viste y, con el tiempo, de la historia de los pueblos que la fabricaron y la vistieron.