¿Quién se ocupa de que el oso que vemos en un museo de ciencias naturales parezca tan amenazador como si estuviera vivo y en el bosque? El taxidermista es el artesano que, armado con sus bisturíes, sus sustancias químicas (que debe tener mucho cuidado de no inhalar) y sus bolitas de vidrio que parecen ojos, devuelve a un animal muerto toda la apariencia de estar vivo y en movimiento.

Los museos son los principales clientes de los taxidermistas, tanto para crear nuevas piezas como para restaurar las antiguas y evitar que se apolillen.

En primera instancia está el largo y complicado proceso de separar y preservar la piel de los animales. Un buen taxidermista sabe cómo manejar de esta manera mamíferos, aves y hasta peces. Luego se debe construir un soporte, una especie de esqueleto falso que tenga la forma exacta de la postura en que se quiere poner al animal (en el caso de pescados, las opciones son bastante limitadas). Y después la piel tratada se monta sobre ese soporte, se rellena, se retoca, se cierran las heridas como si nunca hubieran existido, y la pieza final que surge del taller del taxidermista es la representación fiel de lo que el animal fue en vida. Puede ser un oso de más de dos metros levantando las zarpas, un león rugiendo, un águila levantando vuelo, la cabeza de un ciervo olfateando el aire para siempre, un búho en el exacto momento de capturar a un desventurado ratón…