El paso del tiempo siempre hace de las suyas. No hay nada que se pueda resistir a sus travesuras: ni la montaña más alta o el río más caudaloso, ni el océano más profundo o la estrella más brillante. Y si él puede hacer que las montañas cambien de forma, que los ríos modifiquen su curso y que unas estrellas se apaguen para que otras se enciendan, es fácil imaginar lo que puede hacer con las cosas mucho más frágiles y pequeñas que crean las personas. Y aquí es donde interviene el restaurador, cuyo trabajo es luchar contra el deterioro provocado por el constante paso del tiempo sobre las bellas invenciones humanas.

Una de las cosas más maravillosas del mundo son las pinturas de la cúpula de la capilla Sixtina, en El Vaticano. Su autor, Miguel Ángel Buonarroti, nació en 1475 y empezó a estudiar en el taller de un artista a los 13 años. En 1508 lo contrataron para que pintara los nueve paneles del techo de la capilla Sixtina. Fue una tarea que requirió no solo de todo el genio de Miguel Ángel, sino también de toda su constancia y resistencia, porque debió trabajar en un andamio a casi 20 metros de altura. De ese modo, en octubre de 1512, luego de haber pintado una superficie de más de 1000 m2, Miguel Ángel terminó una de las obras más grandiosas de la historia del arte.

Año tras año las pinturas de la cúpula empezaron a perder su brillo. Aunque parezca mentira, eso ocurrió por culpa del humo de las velas que se encendieron en la capilla a lo largo de los años, que trepó por el aire y se fue posando en el techo, convertido en una capa de hollín que ya no dejaba apreciar los colores. Había que hacer algo. Por suerte estaban los restauradores, un equipo de profesionales que trabajó catorce años, entre 1980 y 1994, para hacer que los frescos de la capilla Sixtina se volvieran a ver tal como se veían casi quinientos años antes. El trabajo les llevó tanto tiempo porque debían hacerlo con mucho cuidado, analizar el tipo de suciedad al que se enfrentaban y estudiar cuáles eran los mejores productos químicos para removerla sin dañar la pintura. Claro que esos productos no solo pueden dañar los frescos, también pueden lastimar a las personas que trabajan con ellos, porque con frecuencia se trata de sustancias tóxicas que, en contacto con la piel, son capaces de producir quemaduras o reacciones alérgicas. Así, con mucha precaución, guantes, muchas veces tapaboca, y bien sujetos con cinturones de seguridad para no caerse desde lo alto de los andamios, los restauradores de la capilla Sixtina le devolvieron a la obra de Miguel Ángel todo su esplendor.

Igual que el restaurador de frescos y pinturas, existen otras personas que se dedican a restaurar otras cosas: estatuas, libros, muebles y edificios, por nombrar solo algunas. Todos ellos trabajan para lo mismo: evitar que el paso del tiempo haga de las suyas para que podamos conocer lo que hicieron los hombres y las mujeres que vivieron mucho antes que nosotros, compartir un poco de aquel tiempo tan lejano.