Las mil y una noches, la recopilación de cuentos árabes del Oriente Medio, cuenta la historia de una lámpara maravillosa que guarda en su interior a un genio dispuesto a conceder todos los deseos que Aladino (o quien tenga la fortuna de frotarla) pida. Entre las historias del célebre libro aparece también con frecuencia una alfombra mágica, capaz de volar y transportar a personas que llegan instantáneamente adonde desean. La promesa de un mundo mejor, más justo, más atractivo, más apasionante, ha salpicado toda clase de fantasías a lo largo de la historia de la humanidad (a través de la literatura, la pintura, la ideología o la religión, por ejemplo). Estos anhelos han traído ilusión y ambiciones a la vida del hombre. ¿Cómo, si no movido por el deseo de exploración y de progreso, hubiera podido inventar la rueda, la luz eléctrica, la imprenta o el avión?

Ahora bien, ¿cuándo ocurrió que las promesas comenzaron a hacerse para aumentar el consumo de un producto y por ende acrecentar su venta? Con la aparición de la publicidad, una técnica que busca, a través de los medios de comunicación, activar el consumo de un producto mediante un mensaje persuasivo.

Uno de los primeros avisos publicitarios, de casi tres mil años de antigüedad, es un papiro egipcio encontrado en Tebas, que guarda hoy el Museo Británico de Londres y que señala: «Habiendo huido el esclavo Shem de su patrono Hapu, el tejedor, invita a todos los buenos ciudadanos de Tebas a encontrarlo. Es un hitita, de cinco pies de alto, de robusta complexión y ojos castaños. Se ofrece media pieza de oro a quien dé información acerca de su paradero; a quien lo devuelva a la tienda de Hapu, el tejedor, donde se tejen las más bellas telas al gusto de cada uno, se le entregará una pieza entera de oro».

La frase en itálicas muestra un incipiente pregón, la semilla de las publicidades que hoy abundan en la pantalla de nuestra televisión, la radio, la vía pública, la prensa, las revistas, y en lanzamientos y fiestas comerciales, entre otros medios. Hacia mediados del siglo xix aparecieron los agentes publicitarios, y en el novecientos las agencias se profesionalizaron; había surgido el publicista y alguien cercano, el analista de marketing. Hoy el oficio se ha ampliado y especializado en diversas responsabilidades: unos dialogan con los clientes y detallan las necesidades publicitarias de la empresa, otros imaginan una idea atractiva para vender el producto, y hay quienes se encargan de diseñarlo (si se trata de un aviso gráfico) o hacer que se ejecute (si es televisivo o radial).

Generalmente el publicista es una persona ingeniosa, actualizada, atenta a las tendencias de comunicación, un verdadero estratega de la seducción, capaz de adherir al producto una promesa, una aspiración. Trabaja mucho ante la computadora y por eso es importante que lo haga cómodamente, y que cuide la buena postura para conservar la salud de la columna. También debe controlar el estrés, que suele ser intenso en su ocupada vida.

El producto ofrecido en un cartel, a un lado de la ruta, en el aviso radial, en el volante, en el cielo, con letras móviles que arrastra una avioneta, juega a ser alfombra mágica y también lámpara mágica. Y el comprador es Aladino, esperando la genialidad de algo que promete un cambio: la elegancia, una tostada riquísima, un antigripal efectivo.