Hubo una época en que la tinta tenía que ver con el oficio periodístico, y por eso se decía que un buen periodista debía tener tinta en la sangre. Era una forma rebuscada de decir que era necesario tener amor por el oficio. Y el oficio, básicamente, es informar, ser intermediario entre los hechos que ocurren y la gente que quiere conocerlos.

El periodista desciende del cronista. Herodoto, en el siglo v a. C., fue el primer periodista, al mismo tiempo que el primer historiador. En el primer párrafo de su Historiae dice: «Herodoto de Halicarnaso presenta aquí los resultados de su investigación para que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones de los hombres y que las grandes empresas acometidas, ya sea por los griegos o por los bárbaros, no caigan en olvido».

Herodoto escribía sobre el pasado para la posteridad. Con el tiempo eso fue cambiando y los periodistas modernos también escriben sobre el presente para la actualidad, pero el método es el mismo. La realidad se despliega delante de sus ojos como una fuente inagotable de datos que él debe investigar. Busca fuentes, anota declaraciones, recopila hechos, ordena los datos obtenidos y luego, por fin, informa.

Cuando en el siglo i a. C. Julio César ordenó colgar boletines con novedades diarias en el Foro romano, le dio trabajo al primer redactor periodístico, que permanece anónimo. Cuando Gutenberg inventó la imprenta, alrededor de 1450, echó a rodar la bola de nieve que culminaría en la actual industria periodística o de ­medios. Hojas ­informativas, gacetas, gacetillas, periódicos y finalmente diarios fueron apareciendo en los siguientes siglos, y el periodismo como oficio fue tomando forma.

Luego el campo se diversificó con la aparición de la radio, el noticiero cinematográfico (hoy extinto), la televisión y finalmente Internet. Con las nuevas tecnologías un periodista moderno puede cumplir su labor perfectamente sin ensuciarse nunca un dedo con tinta, pero eso no lo exime de mantener los requerimientos mínimos del oficio: amor por informar, pasión por la verdad, fidelidad a la ética de la profesión, manejo impecable del idioma y la necesidad casi física de estar siempre al tanto de todo. Preguntar, preguntar y siempre volver a preguntar. Y hacer todo lo posible por dar información correcta, y darla antes, más en detalle y mejor.

Un periodista sin grabador no es periodista. Es la herramienta fundamental que le permite, ante cualquier duda, comprobar la veracidad de los dichos de un entrevistado. Su computadora, heredera de la máquina de escribir, cumple más funciones que su predecesora y es sagrada: en ella guarda los datos que conforman cada noticia que escribe. Es inevitable que también su casa se vea tomada por innumerables carpetas y más carpetas con papeles diversos, cedés y viejos disquetes.

Su obsesión es la información y, como cualquier obsesión, puede aparejar algunos peligros. Cegado por la pasión, puede exponerse a las balas, como Robert Capa en 1944, mientras fotografiaba el desembarco de los aliados en la playa de Normandía. Diez años más tarde, Capa moriría en la guerra de Indochina, una noche demasiado oscura, al pisar inadvertidamente una mina. «Si tus fotos no son lo suficientemente buenas es que no te has acercado lo suficiente», decía.

A veces los riesgos para el trabajador no son tan explosivos, pero sí igual de invisibles. Luego de horas frente a la computadora buscando en la red un dato imposible, o esperando la llamada de un corresponsal, el periodista puede olvidar que su columna vertebral hace rato que está doblada, que su estómago no ha probado bocado desde hace horas y que tal vez un poco de sueño sería la mejor herramienta para redondear esa otra columna que al otro día se convertirá, una vez más, en tinta.