En muchos países eran comunes, y en algunos sitios aún se practican, las carreras de mozos. Profesionales debidamente ataviados con el uniforme de su lugar de trabajo (en general saco blanco y moñita) cargaban en alto una bandeja con varios vasos, platos y botellas, y competían a ver quién llegaba más rápido a la meta sin dejar caer nada ni volcar una gota del contenido de los vasos.

El de los mozos es un gremio orgulloso. Un mozo profesional, con años en el oficio, es un bien preciado que todo bar o restaurante quiere tener en su inventario. Puede llegar a ser el alma de un local. Se ha sabido de casos de bares que han decaído luego del retiro de un mozo histórico.

Un mozo nunca se sienta. En lo que dura su turno de trabajo está caminando de mesa en mesa, o de pie en algún rincón de su preferencia, esperando a que lo necesiten. Con los años, los dolores de pies, rodillas o espalda son como «condecoraciones» del oficio.

En un parador o en un hotel de lujo, el mozo es la cara del local. El cliente sólo trata con él, y él es quien afronta la culpa por errores en la cocina, problemas con la cuenta o cualquier otro. El cliente habitual se hace amigo del mozo. Quien entra por primera vez se lleva una buena o mala primera impresión según cómo el mozo lo salude y atienda. La cocina puede estar reluciente de limpia, pero si el mozo es desaseado, el cliente se va con la impresión de haber estado en un lugar sucio.

Mozo se nace y no se hace, dicen en el oficio. Quien nació mozo puede servir una medida exacta de bebida alcohólica a ojo, abrir una botella con un solo movimiento de muñeca, recitar el menú de memoria si hace falta, saber qué ingredientes tiene cada plato y, muy importante, dar recomendaciones justas y verdaderas, que no dejen al cliente con la sensación de haber sido engañado con un plato del día que en realidad eran sobras «maquilladas».