La capacidad de proyectar y de imaginar mundos no es invento de las computadoras. Estos oráculos modernos o máquinas de imaginar han acelerado el potencial creador de nuestra mente, pero detrás de los mágicos aparatos siguen operando las mismas manos y el mismo cerebro que hace un millón de años tomaron el cobre y la madera y lo transformaron en un arado.

Hemos transitado un largo camino hasta que las manos de nuestros antepasados prehistóricos se convirtieron en brazos robóticos controlados por modernas computadoras. Pasamos de ser constructores de vías y acueductos a crear programas de computación que nos permiten diseñar nuestras modernas carreteras y puentes o cualquier otra cosa.

Sin embargo, la evolución del trabajo no eliminó ninguna de las características que le fueron imprimiendo las distintas épocas. Hoy en día hay hombres que trabajan la tierra como los primeros agricultores. Los hay artesanos, comerciantes y operarios. Incluso hay quienes trabajan como esclavos, a pesar de que la esclavitud es condenada desde hace siglos.

Nuestra tarea sigue siendo la misma que la de nuestros antepasados prehistóricos. Llegamos a la vida desnudos y aparentemente indefensos. El mundo se nos presenta como un misterio que de a poco vamos conociendo. Nuestra vocación creadora y nuestra infinita curiosidad siguen siendo el impulso del trabajo, o sea, de la manera en que vamos transformando el mundo en función de nuestros deseos.

La historia misma puede verse como un gran ejercicio de imaginación y de voluntad en que el hombre va creando los distintos mundos donde desea habitar.

Cada época pensó que la suya era la época. Que su tiempo era el tiempo. La historia es una lección de ­humildad. Los hombres que miraron hacia el pasado y proyectaron un futuro posible fueron aquellos que no se vieron como individuos aislados, egoístas, sino formando parte de una gran aventura colectiva: la aventura de la humanidad.

Hemos asistido a la transformación de la rueda en naves interestelares, del ábaco en las computadoras, pero nuestros descendientes serán testigos de cambios mucho más asombrosos aún.

Acaso se vean obligados a abandonar la tierra, aceptando mutaciones necesarias para adaptar nuestro cuerpo a otros planetas. Tal vez partirán hacia mundos desconocidos, y en un instante de nostalgia recordarán a sus antepasados, que lograron pararse sobre sus piernas y miraron hacia el horizonte, dispuestos a caminar con una voluntad inquebrantable y una curiosidad infinita, iniciando esa gran aventura de la cual nosotros, desde nuestra época, somos humildes testigos y constructores.