Hace ya más de un millón de años iniciamos nuestro camino en la Tierra. Si retrocediéramos a aquel momento inaugural, veríamos a un ser desprovisto, sin herramientas, solo poseedor de un cuerpo desnudo, sometido a los peligros de la naturaleza.

En el principio, la búsqueda de alimento era la principal ocupación de los seres humanos. Nuestros antepasados prehistóricos vivían trasladándose de un lado a otro, comiendo los frutos de los árboles, algunas plantas y cazando los animales salvajes que acechaban su morada.

Si una civilización avanzada hubiese sido testigo de nuestro nacimiento como especie, acaso nos habría pronosticado un futuro efímero. El hombre se veía como un animal más, pero sin las garras de un tigre para defenderse, ni el abundante pelo de un oso para protegerse del frío o la velocidad de una gacela para huir del peligro. Pero en su interior guardaba una vocación creadora y un espíritu infinitamente curioso, sus grandes aliados a la hora de sobrevivir.

De la contemplación sencilla de la naturaleza nació uno de los inventos más revolucionarios de todas las épocas: la agricultura. El ser humano pasó de arrancar los frutos de la tierra a aprender a cultivarlos. Algo similar ocurrió con los animales, cuando aprendió a domesticarlos y así creó la ganadería. Eran las mujeres las encargadas de desarrollar todas estas nuevas tareas, mientras los hombres dedicaban su tiempo a la caza y la defensa.

El ser humano, que durante miles de años había sido nómade, pasó a depender de la tierra que cultivaba y en torno a ella fundó sus primeras comunidades.

La aparición del agricultor preparó el terreno para la llegada de múltiples oficios. El carpintero, el herrero y el alfarero nacieron como encargados de proporcionar las herramientas para el cultivo.

Las primeras comunidades funcionaban como una gran familia, donde los bienes se compartían. No existían la propiedad privada ni el dinero. El trabajo era una tarea más en la vida de la comunidad y su único fin era asegurar la subsistencia de todos sus miembros.