En 1769 Wolfgang Von Kempelen inventó un autómata que jugaba al ajedrez. Un muñeco mecánico con la apariencia de un turco con turbante, sentado detrás de un tablero de ajedrez, era capaz de mover las piezas y de golpear la mesa con fuerza si su contrincante humano hacía trampa. Debajo de la mesa se ubicaban los complicados engranajes de relojería que daban vida al ajedrecista mecánico. El invento recorrió gran parte de Europa y les ganó partidas a célebres personajes de la época, como el emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, o el gran científico Benjamin Franklin. En apariencia, la máquina de jugar al ajedrez había nacido como la primera destinada a vencer al ser humano.

Pero el Turco, como se conocía popularmente al invento, era una farsa. Oculto entre los engranajes de relojería, Von Kempelen había dejado un pequeño espacio para que un hábil jugador de ajedrez pudiera estar sentado, y este era el verdadero responsable de mover las piezas. El sistema incluía un imán y una serie de resortes que le indicaban al jugador cuál había sido la movida de su contrincante. En una oportunidad, el ajedrecista escondido bajo la mesa resultó ser demasiado gordo y rompió la caja que lo ocultaba, dejando en evidencia la trampa de Von Kempelen.

Dos siglos más tarde, en 1996, la Deep Blue, una computadora capaz de calcular doscientos millones de posiciones por segundo, logró ganarle al campeón mundial de ajedrez de aquel entonces, el ruso Gary Kasparov.

Si las máquinas habían logrado multiplicar la fuerza de nuestras manos y nuestras piernas, las computadoras fueron aún más lejos: multiplicaron la potencia de nuestro cerebro.

En cincuenta años las computadoras pasaron de ocupar grandes habitaciones, donde cientos de miles de circuitos trabajaban durante horas para resolver una ecuación sencilla, a transformarse en pequeñas herramientas que logran procesar millones de operaciones en segundos, gracias al trabajo de los programadores. Además de las computadoras personales, popularizadas en los años ochenta, actualmente las computadoras están presentes en muchas de nuestras herramientas, desde los teléfonos a los hornos de microondas, desde los automóviles al seti, un programa diseñado por la nasa para buscar vida extraterrestre a través del análisis de millones de fotografías tomadas por los más poderosos telescopios.

Los programadores son los nuevos arquitectos de la época contemporánea. Un libro, el plano de un edificio, incluso las consecuencias de una posible guerra o catástrofe climática pueden ser simulados por los programas de computación, y así existir inicialmente en ese mundo que algunos han denominado realidad virtual.

También los medios masivos de comunicación sufrieron un desarrollo explosivo en los últimos cien años.

Nuestras primitivas señales de humo y palomas mensajeras, que en el siglo XIX se convirtieron en la ­telegrafía y el teléfono, se transformaron en el siglo XX en la radio, la televisión y, finalmente, Internet.

Gracias a la red de redes, como también es conocida, algunos oficios pueden desarrollarse desde nuestras casas, en colaboración con compañeros de trabajo que a veces viven en otros países, a miles de kilómetros de distancia. La cantidad de información (palabras, música, videos, fotos) que circula por Internet en un año es equivalente a toda la información producida en los últimos 5 000 años de historia, aproximadamente desde el origen de la escritura hasta nuestros días. No en vano la época contemporánea ha sido bautizada como la era de la información.

La comunidad que en la prehistoria se reunía en torno al fuego, en la Edad Media pasó a trabajar en los talleres y, con la Revolución Industrial, en las fábricas, ahora tiene su lugar de reunión en el ciberespacio.

En el año 2000, los hermanos Wachowski estrenaban Matrix. La película muestra un futuro donde las máquinas han esclavizado a los seres humanos con el fin de extraerles su energía. Los hombres viven dormidos, conectados a la gran matriz, ignorando su condición de esclavos, soñando con una realidad virtual que recrea el mundo perfectamente a través de un programa de computación conectado a su cerebro.