Un jardín es como un paisaje domesticado. Los grandes maestros mundiales de la jardinería, los japoneses, llevaron al límite el arte de que cada elemento de un jardín parezca puesto al descuido pero que el conjunto sea perfecto. Un jardín japonés no solo se compone de plantas, sino de piedras, arena, musgo, agua y hasta de silencio. Para los grandes maestros japoneses de la jardinería, un jardín no se construye para el cuerpo sino para el alma.

Más prosaicos pero no menos hermosos, los jardines occidentales son una combinación armoniosa de plantas con o sin flores, en varios niveles que van desde el césped hasta los árboles. Ya sea para contemplarlo o para pasear por él, un jardín es sinónimo de armonía y de un momento placentero.

El jardinero es el guardián de este paisaje domesticado, el responsable de su salud y de su perpetua renovación. Un jardinero debe ocuparse desde el cuidado del eterno césped hasta el replante de las especies ­menos permanentes, incluso de las necesarias podas de los árboles más altos. El jardinero conoce el aspecto y las características de cientos de especies de flores y plantas. Sabe cuándo regar el malvón, qué cuidados necesitan los pensamientos, las alegrías, cómo trasplantar un hibisco, o que la dama de la noche, como su nombre lo sugiere, abre sus flores solo cuando oscurece.

Las cosas buenas y malas de la naturaleza son el pan cotidiano del jardinero. Flores (y a veces frutas, si el jardín incluye árboles frutales) son sus recompensas; espinas, insectos dañinos y, a veces, caídas de un árbol son sus riesgos.

Pariente del jardinero es el guardaparques. Un parque, ya sea salvaje o diseñado, es una versión enorme de un jardín y necesita sus propios cuidadores, ya no dedicados al césped sino a las arboledas. Y también en la familia está el paisajista, aquel diseñador que utiliza un terreno despejado como lienzo y en él va pintando un pequeño paraíso de árboles, plantas y lagunas.