Un día el hombre encontró el cobre. Lo golpeó contra una piedra y vio que el cobre cedía. Deslumbrado frente a la maleabilidad del nuevo material, le fue dando una forma. Al cabo de un tiempo, había inventado un adorno. Había transformado la materia con el fin de crear algo bello. Del 9000 a. C. todavía se conserva un colgante de cobre, destinado a embellecer un templo.

El herrero nació como artesano del metal y ni siquiera su oficio había sido bautizado. Tendría que esperar miles de años para recibir un nombre. En el siglo xii a. C. el hombre descubrió el hierro, en el período que luego se denominaría, precisamente, Edad de Hierro. El artesano del metal pasaba a ser el herrero. En la aldea de Astérix, entre los personajes más destacados, junto con el druida o el pescador, se encuentra el herrero. No es casualidad. Desde la más remota antigüedad y hasta la Era Industrial, el herrero fue una de las figuras más importantes de toda comunidad. Fabricaba las herramientas del agricultor; el arado de hierro, utilizado por primera vez en la antigua Roma, permitía abrir la tierra, preparando el surco para que la semilla pudiese entrar a la profundidad justa y germinar.

No se demoró mucho tiempo en comprender las ventajas del hierro en la fabricación de armas, y los pueblos equipados con espadas de hierro pronto dominaron a los que se armaban con metales más blandos; entonces, algunos herreros fueron armeros.

Un herrero tradicional no llevaba una vida fácil. Empezaba como aprendiz, accionando interminablemente el fuelle que soplaba sobre la fragua para ­alcanzar las altísimas temperaturas necesarias para fundir el mineral de hierro. El metal se fundía o reblandecía, según los requerimientos de la tarea específica. Luego pasaba al yunque, donde lo golpeaba hasta darle la forma necesaria. Un motivo de orgullo del gremio de los herreros era que ellos mismos fabricaban las herramientas que necesitaban, básicamente martillos y pinzas. «Todo lo que necesitamos para trabajar –decían– es donde calentar el metal, un lugar donde apoyarlo y algo con que golpearlo».

La invención de la soldadura fue definitoria en la transformación del oficio en el siglo xx, porque permitió que el trabajo con los metales se volviera algo tan maleable y dúctil que podía utilizarse para fabricar tanto la reja de una ventana como el fuselaje de la Apolo 11.

Hoy el herrero recibe las piezas de la fundición. Con la sierra circular las corta con mucho cuidado, luego utiliza un disco de piedra que gira a gran velocidad y va puliendo el metal para quitarle todas las asperezas. Después puede echar mano a la arenadora, una especie de manguera que arroja arena a presión para que las ­partículas vayan dejando el metal poroso. Finalmente pinta su obra. Lo que era una pieza sin personalidad, ahora es una campana de bronce para una iglesia o una de aluminio para una cocina.

Hefesto era el dios griego del fuego y la forja, y por lo tanto patrono de los herreros, además de los escultores, los artesanos y los metalúrgicos. Se lo representaba sucio, sudoroso, requemado por estar siempre trabajando encima de fuegos casi infernales en su fragua de la isla de Lemnos, protegido por un simple delantal de cuero.

Hoy, tecnología mediante, además de su legendario delantal de cuero, Hefesto tendría siempre puesta su careta protectora para soldar, sus antiparras para evitar las esquirlas de metal al cortar una chapa, sus guantes para manipular metales calientes y de bordes afilados debido a los cortes precisos. Pero seguiría siendo el supremo artesano, el que domina los secretos necesarios para tomar algunos de los materiales más duros y rígidos de la tierra y darles la forma que se le antoje.