La Europa medieval vivió encerrada en sí misma, en sus ciudades amuralladas, en el interior de sus conventos; manteniendo una rígida organización social. El siervo que nacía pobre sería pobre toda la vida, condenado «a ganarse el pan con el sudor de su frente», trabajando las tierras de la nobleza. Los nobles —caballeros, duques y príncipes— nacían ricos y dedicaban su vida a hacer la guerra y administrar sus tierras, para que luego sus hijos heredaran los títulos nobiliarios. El tercer estamento era el clero, dedicado a orar. Así se organizaba la sociedad medieval, y se mantuvo de esa manera, estática, durante varios siglos.

Pero cada época pinta sobre un mismo lienzo su particular visión del trabajo y del mundo, y el Renacimiento se ocuparía de reformular la actividad laboral. Por primera vez en la historia, el trabajo pasó a ser un medio para enriquecerse. Este cambio de mentalidad significó una verdadera revolución para los hombres de la época y, claro está, no ocurrió de un día para el otro, sino que fue parte de una serie de grandes transformaciones que tuvieron lugar a lo largo de más de cuatro siglos.

Una nueva clase social, la burguesía, nació entre los comerciantes que ubicaban sus ferias en el burgo, nombre de la zona que rodeaba el castillo medieval. Con el crecimiento del comercio, los burgos fueron ampliándose hasta llegar a ser ciudades independientes del castillo del señor feudal.

Alrededor del 1200, Venecia era una de las ciudades más grandes de Europa, con una población de cien mil habitantes y una actividad comercial floreciente, basada en el intercambio de mercaderías con Oriente a través de la ruta del Mediterráneo. Marco Polo, ciudadano de Venecia, fue acaso el más grande explorador y comerciante de la época. Junto con su padre y su tío, recorrió la ruta de la Seda, pasó 14 años en Oriente viviendo toda clase de aventuras, y a su vuelta llevó consigo grandes cargamentos de seda y especias. La leyenda incluso le atribuye la introducción en Europa de la pólvora, la pasta, los helados y la piñata. Si bien varios de los relatos de Marco Polo están envueltos en un aura de fantasía, es cierto que sus viajes dieron un impulso al comercio e inspiraron a los futuros viajeros, que años más tarde ampliarían aún más los límites del mundo conocido.

Dos siglos después, en 1492, el navegante genovés Cristóbal Colón emprendió un viaje buscando una ruta alternativa a las especierías de Oriente y terminó descubriendo un nuevo continente: América. El hallazgo del Nuevo Mundo, como fue bautizado en la época, significó otra revolución, que pronto convirtió a España y Portugal en las primeras potencias comerciales. El oro y la plata de los imperios azteca e inca inundaron Europa, dándole un nuevo impulso a la burguesía. El poderoso caballero don Dinero, al decir del poeta español Francisco de Quevedo, comenzaba a regir el mundo: Nace en las Indias honrado, / donde el mundo le acompaña; / viene a morir en España / y es en Génova enterrado. / Y pues quien le trae al lado / es hermoso aunque sea fiero, / poderoso caballero / es don Dinero.

Ya no se luchaba por cuestiones religiosas como en Las Cruzadas de la Edad Media. Ahora las guerras se libraban para dominar las rutas comerciales. El caballero poderoso no era aquel que moría en el campo de batalla defendiendo a su Dios, sino aquel que poseía oro, riquezas.

El cambio de mentalidad también atravesó el campo de la ciencia. Copérnico afirmó que la Tierra se mueve alrededor del Sol y no al revés, derribando siglos y siglos del dogma católico que concebía a la Tierra como un planeta inmóvil ubicado en el centro del universo. Se inventaron el telescopio, el microscopio, se lograron avances sustanciales en la medicina al descubrir la forma de circulación de la sangre, y la cartografía se consagró como la ciencia encargada de describir los territorios recién descubiertos.

Ya no había abismos insondables más allá de los mares conocidos; ya no éramos el centro del universo, sino una pequeña partícula de polvo en la vastedad del cosmos. De la mano de la razón y la ciencia, el hombre adquiría una nueva posición en el mundo. Se sentía forjador de su propio destino y no ya condenado únicamente a la voluntad todopoderosa de Dios, como se había sentido durante toda la Edad Media.

El arte también se hizo eco de estos cambios. Durante el siglo XV se encontraron restos de templos latinos y griegos. Las obras de los grandes pensadores de la Antigüedad comenzaron a ser traducidas y difundidas a toda Europa a través del invento de Gutenberg: la imprenta de tipos móviles. Los artistas del Renacimiento exaltaban las ideas grecorromanas que erigían al hombre como «la medida de todas las cosas», al decir del pensador griego Protágoras. La pintura, la arquitectura y la literatura de la época dan testimonio de esa máxima humanista. Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel y Rafael son los grandes nombres de la pintura y la escultura renacentistas. En sus obras muestran el cuerpo ­humano desnudo, con la precisión de anatomistas. El hombre era grande y así debía ser glorificado. En la literatura, Dante Alighieri y Cervantes celebran la figura del aventurero que se lanza a descubrir nuevos mundos —Dante viajando a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso; el Quijote soñando sus alocadas aventuras junto a Sancho Panza.

El artista salió del anonimato en que había vivido durante la Edad Media, época en que firmar una obra era mal visto, dado que el hombre no podía competir con Dios como creador. Ahora el artista, el escritor, el científico o el filósofo eran autores de obras y prestaban sus servicios a quien pagara mejor por su talento. El conocimiento y el arte también se transformaron en una mercadería sometida a las leyes de la oferta y la demanda.

En conclusión, en el Renacimiento está el germen de la explosión comercial que encontraría su clímax en la Edad Contemporánea. Durante la mayor parte de la historia, los distintos pueblos habían vivido ignorando la existencia unos de los otros. En el Renacimiento el mundo conocido se amplió, el intercambio de mercaderías y la difusión de las ideas se volvieron algo deseable. El mundo comenzaba a ser uno solo, al menos en el plano de las ideas, y caminaba lento pero seguro hacia la que sería la segunda revolución del trabajo, luego de la creación de la agricultura: la Revolución Industrial.