Ciento noventa y dos metros separaban a los mortales de la gloria de los dioses. Esa era la distancia que corrían los atletas griegos en la antigua versión de lo que hoy se conoce como la reina del atletismo de velocidad: los cien metros llanos. Quien corriese más rápido era el elegido para encender la llama olímpica a los pies de la estatua del dios Zeus, padre de los dioses del Olimpo y de los mortales.

Los atletas corrían desnudos y si torcían su trayectoria eran castigados con un látigo. El fragor de 40.000 hombres los alentaba desde las gradas del estadio de Olimpia.

El filósofo Platón sostenía que cuerpo, mente y espíritu debían ser cultivados de igual modo para lograr el perfeccionamiento del ser. Y Platón (en griego, ‘ancho de espaldas’) era consecuente con sus palabras. Además de escribir algunas de las obras inmortales del pensamiento filosófico universal, fue dos veces campeón olímpico de pankration o pancracio, una mezcla entre boxeo y lucha.

Durante 1200 años los Juegos Olímpicos fueron el mayor evento deportivo de la antigüedad, capaz de detener otra de las actividades más viejas del ser humano: la guerra.

Cada cuatro años, los griegos decretaban una paz olímpica que duraba tres meses. Las ciudades del ­imperio dejaban de medirse en el campo de batalla, cargando con sus muertos y heridos, para dedicarse a preparar a sus mejores atletas. En Olimpia, durante siete días, los hombres volvían a dedicarse a tal vez la primera y última vocación de cualquier ser humano: jugar.

El deportista desarrolla su juego sometido al imperio de unas reglas estrictas. El golero es el único futbolista que puede tocar la pelota con la mano. Si la pelota de tenis cae más allá de la línea, es out. Una carrera de estilo croll no admite nadadores que vayan pegando saltos en el agua, en otro estilo conocido como mariposa. En una carrera de postas, un velocista debe entregar el testimonio a su relevo, en un pase firme y certero, cuidando que no caiga al suelo y en un margen de veinte metros, porque de lo contrario será el fin de la carrera para todo el equipo. Todas estas reglas deben ser respetadas bajo la presión de 180 pulsaciones cardíacas por minuto en el caso de un velocista, o bajo la arenga y los insultos de miles de espectadores en un partido de clasificación para el Mundial, en el caso de un futbolista.

La decisión del juez siempre será respetada en el acierto y en el error, aunque el rugbista termine ­masticando en silencio la rabia de un tackle malintencionado o el nadador quede doblado de dolor por recibir una patada debajo del agua en un duro partido de waterpolo.

Sin embargo, el mayor desafío del deportista es dominar la pasión y el acicateo constante del deseo de ganar. En un campito, un fútbol de playa, solo, o ante cien o 100.000 espectadores o todo el planeta en vilo, se ponen a prueba la fuerza de voluntad y la ética del hombre, en tensión con las promesas de la gloria y del éxito.

Los músculos cansados, la mirada fija en el balón y la respiración agitada que se mezcla con el fragor de las tribunas es el peso que carga el jugador de fútbol cuando llega el tiempo suplementario de la final de un campeonato. El que haya entrenado lo suficiente podrá vencer al cansancio. Quien mantenga la mente clara logrará vislumbrar ese pase inesperado que termina convirtiéndose en un gol. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, en el deporte, como en la vida, se gana y se pierde, y es justamente en las derrotas cuando se pone a prueba el verdadero espíritu deportivo.

Aquellos que no acepten perder recurrirán a la violencia, a la trampa y al reclamo fuera de lugar. En cambio, los verdaderos deportistas lograrán trascender el ­resultado de turno, y en humilde silencio, al intercambiar su camiseta con el equipo vencedor, estarán rindiendo un pequeño homenaje a sus antepasados griegos, que inventaron el deporte como forma de alcanzar la virtud del cuerpo, la mente y el espíritu. Y acaso oirán resonar estas viejas palabras de Pierre de Coubertin, padre del olimpismo moderno:

«Lo importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial no es haber vencido, sino haber luchado bien. El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, lo sortea y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con palabras y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca lo afectará.

La vida es solidaria, porque la lucha es solidaria. De mi victoria dependen otras victorias, cuyos tiempos y circunstancias no conoceré nunca, y mi derrota provoca otras, cuyas consecuencias van a perderse en el abismo de las responsabilidades ocultas. El hombre que estaba delante de mí alcanzó al atardecer el lugar desde donde yo partí esta mañana, y el que viene detrás de mí se beneficiará de los peligros que aparto y de las trampas que señalo».