En el período Cámbrico (hace 500 millones de años), algunos animales que poblaban la faz de la Tierra comenzaron a desarrollar cierta sensibilidad a la luz solar. Eso les permitía guiarse en el espacio. Los trilobites (especie de primos lejanos de los crustáceos) fueron los primeros animales que desarrollaron un sistema visual.

El ser humano desde sus inicios fue una especie que contó con ojos. En las cuevas de Altamira todavía se pueden apreciar las primeras pinturas rupestres. Un bisonte iluminado por la luz del fuego es acaso el primer testimonio de nuestro denodado esfuerzo por preservar lo que está destinado a escurrirse: el tiempo.

Infinitos cuadros a lo largo de miles de años de pintura nos han permitido conocer detalles ínfimos de la vida de nuestros antepasados. Pero ¿cuánto hay de real en la sonrisa de un tabernero flamenco de un cuadro de Brueghel, o en la abundante nubosidad de los cielos del Renacimiento pintados por Leonardo? El que pinta un cuadro siempre está interpretando la realidad, por más esfuerzo que dedique a la tarea de copiarla.

En el año 1839 se inventó la fotografía. Ahora sí, el tiempo, los rostros amados, quedarían fijados en un cartón inanimado para siempre, idénticos a sí mismos. La impresión que produjo en la época fue tal, que algunos creían que la fotografía podía robar el alma del fotografiado. Aún hoy las tribus de los mapuches alojan ese temor.

El cinematógrafo, inventado por los hermanos Lumière en 1898, no era otra cosa que una máquina que proyectaba 16 fotografías por segundo, generando la ilusión de movimiento. Todo se veía tan real que, en la primera exhibición del invento, los espectadores salieron corriendo de la sala porque temían que el tren que se veía en la pantalla los atropellara. Los hermanos Lumière creyeron que el cine sería una invención sin ningún futuro, pero ya era demasiado tarde. Cientos de camarógrafos aprendieron el oficio y viajaron a lo largo y ancho del mundo filmando cada lugar que visitaban.

El cine y sus precursores nacían entonces como fieles representantes de la realidad: documentalistas. Pero no por mucho tiempo. A los pocos años, Georges Meliès transformaba un ómnibus en un carro fúnebre: era el primer efecto especial de la historia, que elevó al cineasta a la categoría de mago. En 1927, con El cantante de jazz, el cine cumplió la mayoría de edad: pasó a ser sonoro.

Luego de más de cien años de existencia, la tecnología con la que se filma una película ha variado un poco. Hoy existen cámaras de todo tipo: más livianas, más pesadas, para filmar bajo el agua, microscópicas, de video, de celular. Nueva York ha quedado sumergida en el océano y los extraterrestres han atacado la Tierra innumerables veces, y todo ha sido registrado en kilómetros de cinta de celuloide, desde aquella primera exhibición de los hermanos Lumière.

La tarea del director de cine sigue siendo la misma. Primero tiene una visión, un sueño, una imagen que va creciendo hasta transformarse en un guion.

La película comienza a filmarse. El director de fotografía decide cómo iluminar la escena. El vestuarista y la peluquera dan unos últimos retoques a la actriz principal, mientras el camarógrafo prende la cámara. El director observa en silencio el movimiento de sus colaboradores, da alguna indicación a los actores y luego grita ¡acción!

A veces los cineastas toman riesgos inusitados a la hora de planear sus más alocadas fantasías. El director alemán Werner Herzog, en Fitzcarraldo, diseñó un sistema de poleas para arrastrar un barco de doscientas toneladas por encima de un cerro, en vez de construir un barco de utilería y filmarlo en un estudio. Entre los principales riesgos de la profesión está el estrés por exceso de trabajo, ya que las jornadas de rodaje suelen extenderse hasta que sea necesario.

Al cabo de varios años de trabajar sobre una misma película, un director puede llegar a confundir la realidad y la ficción, poniendo en riesgo su vida y la de todo el equipo. En Apocalipsis Now, Francis Ford Coppola usó helicópteros reales, entrenó durante varios meses a sus actores en el medio de la selva de Filipinas, soportando el calor, los mosquitos y la malaria, hasta tal punto que el gobierno filipino creyó que lo que estaba ocurriendo en su territorio era un ataque de guerra norteamericano. Llevó un rato explicarle que se trataba de una película, dado que el temperamento de los actores, el armamento y las explosiones eran idénticos a los de un ejército. Es que, entre tanto movimiento de tropas y tanques, nadie sabía bien dónde había quedado la cámara.