«¡Eureka! ¡Eureka!» gritaba Arquímedes mientras corría, desnudo y chorreando agua, por las calles de Siracusa. No se había escapado de ningún manicomio: había resuelto un problema importante… mientras estaba en la bañera. Y con la emoción del descubrimiento se olvidó de secarse y de vestirse antes de salir a la calle. Eureka en griego significa ‘lo encontré’. Pero ¿qué había encontrado?

Dice la leyenda que Herón II, el rey de Siracusa, había encargado una corona a un orfebre, pero temía haber sido estafado. Por eso le pidió a Arquímedes que averiguara si la corona era de oro macizo o contenía otros metales. Este llevaba varios días pensando cómo resolver el problema cuando, al meterse en la bañera, se dio cuenta de que el nivel subía. Dedujo que el volumen de agua que desplaza un cuerpo al sumergirse es igual a su propio volumen y aprovechó esa deducción para calcular el volumen de la corona y su densidad. Así tras dividir el peso por el volumen, concluyó que la corona de Herón no podía ser de oro puro, sino que estaba mezclada con otro metal.

Así Arquímedes descubrió que el orfebre había estafado al rey. También descubrió otras cosas importantes, como el principio de la física que lleva su nombre. El principio de Arquímedes hay que tenerlo muy en cuenta a la hora de construir objetos flotantes, como las boyas y los submarinos, o al calcular la cantidad de carga que puede soportar un barco.

A veces, como en el caso de Arquímedes, los descubrimientos científicos surgen de la necesidad de resolver un problema práctico. Pero a menudo nacen del impulso natural de algunas personas por conocer mejor el mundo que nos rodea, y la aplicación práctica aparece más tarde. Esas personas son los científicos: se caracterizan por tener una curiosidad sin límites, una gran capacidad de observación y una paciencia poco menos que infinita. Por eso todos nacemos con algo de científicos, pero solo unos cuantos dedican su vida a esta actividad imprescindible.

Aunque ha habido científicos en todas las culturas, la ciencia tal como la conocemos hoy empezó en la Europa del Renacimiento. El italiano Galileo Galilei (1564-1642) fue el primero en aplicar el método científico, basado en la observación sistemática y la experimentación. Surgió entonces la esencia del científico: aquel que busca la objetividad a través del pensamiento lógico, con el cual explica los fenómenos del mundo en que vive. A partir de ahí hubo una auténtica revolución, y las disciplinas científicas empezaron a multiplicarse para abarcar todos los ámbitos de la realidad.

Una de las más antiguas de estas disciplinas es la astronomía. La practicaron pueblos tan distantes en el espacio y en el tiempo como los egipcios, los mayas, los hindúes o los chinos. Nació de la vieja costumbre de mirar al cielo en una noche despejada y tratar de entender el maravilloso espectáculo que se abre ante nosotros. El gran salto adelante ocurrió con el telescopio, uno de los logros de Galileo. Su primer telescopio aumentaba seis veces la imagen, y eso ya le sirvió para observar las lunas de Júpiter. Hoy en día hay telescopios con un aumento de casi 500 veces.

Durante siglos la gran estrella de las ciencias fue la física, que se dedica básicamente a entender la materia y sus movimientos; sobre todo a partir de Isaac Newton (1643-1727), que formuló las leyes del movimiento y de la gravedad. Por primera vez había una fórmula matemática para describir fenómenos aparentemente alejados, como la caída de una piedra y el movimiento de los planetas.

Hoy en día la biología es la ciencia estrella, la que produce avances más espectaculares. Sobre todo una de sus ramas, la genética, que en los últimos años consiguió clonar seres vivos –como la famosa oveja Dolly– y descifrar el código genético humano y de otras especies. Ahora sabemos que el 98% de nuestros genes son iguales a los del chimpancé. Por lo tanto, todas las diferencias entre las dos especies se deben al 2% restante. Es sorprendente, pero lo es todavía más saber que compartimos el 60% con las moscas.

Dentro de la biología están también las ramas que estudian a los animales (zoología), las plantas (botánica) y la evolución de las especies. Y dentro de cada rama hay especialidades que se dedican a estudiar a cada grupo o familia de seres; por ejemplo, los entomólogos son los zoólogos que estudian a los insectos. Lo mismo pasa con todas las ciencias.

Entre las grandes áreas en que se dividen los científicos están también los químicos, que se ocupan de la composición y las propiedades de la materia; los geólogos, especializados en las rocas y minerales, así como en fenómenos naturales como los volcanes y los terremotos; o los geógrafos, que estudian la superficie terrestre, los territorios, los paisajes, ambientes y regiones.

Los científicos tienen fama de ser un poco despistados, de estar con la cabeza en otra cosa. Y en parte es verdad, porque siempre están intentando resolver algún problema o responder alguna pregunta. En general se ocupan de temas muy alejados de las preocupaciones cotidianas de la mayoría de nosotros, pero que nos afectan de forma determinante.

Los riesgos que corren los científicos son muchos y muy variados, según la rama en la que trabajen. Está el contacto con sustancias tóxicas, sobre todo en los químicos; el riesgo de incendios y explosiones; el contagio de enfermedades peligrosas para los biólogos, bioquímicos e investigadores médicos; el peligro de sufrir ataques de animales y plantas venenosas, para los biólogos; la exposición a radiación nociva. Son solo algunos ejemplos. Por suerte los científicos, por su formación, conocen bien los riesgos a los que se enfrentan y suelen ser cuidadosos a la hora de usar la protección adecuada (guantes, tapaboca, jeringas esterilizadas, trajes especiales).

Pero a veces el afán de conocimiento o el contacto con peligros desconocidos puede más que la prudencia. Le pasó a Marie Curie, física y química polaca que junto con su marido, Pierre, descubrió el elemento químico llamado radio y la radiactividad. Fue la primera persona en ganar dos premios Nobel. Lamentablemente terminó por quedarse ciega, y finalmente murió, por haberse expuesto durante años a la radiación. No pudo tomar las precauciones necesarias porque estaba investigando algo desconocido. Ese es el mayor riesgo del científico, pero también su principal motivación y su mayor satisfacción.