Durante lo que dure el traslado, el chofer y su pasajero están unidos por un destino común, por un movimiento al unísono. Por ese breve tiempo ambos comparten un viaje, aunque sea de pocas calles, sin salir de la ciudad. Pero en todos los casos el pasajero al final baja del vehículo y el chofer queda. Y con un pasajero nuevo o en solitario debe renovar su relación con el recorrido que le toca. Es él, su vehículo y el camino.

Ese recorrido puede ser de dos maneras: cerrado (como el del chofer de un ómnibus, que transita una y otra vez las mismas calles, parando siempre en los mismos lugares) o abierto, como el que tiene ante sí un taxista, para el cual toda la ciudad es un laberinto que puede recorrer a su antojo, y que con los años conoce mejor que nadie.

Un taxista veterano tiene en su cabeza un mapa de la ciudad y del comportamiento del tránsito según la hora y la época del año. Sabe cuán diferente es determinado cruce a las cuatro de la tarde, cuando la cantidad de vehículos y personas es normal, a las siete, cuando es hora punta, y a las nueve, cuando ya pasó el ajetreo del día. Para el taxista, la ciudad y su tránsito son algo vivo, cambiante, que late al ritmo del paso de las horas para renovarse cada día y cumplir el mismo ciclo.

El chofer de taxi y su máquina son una unidad, siempre en movimiento, siempre comunicados por radio, siempre unidos ante el cambio constante de pasajeros a lo largo del día. Es el pariente ágil del conductor de tren, cuya única movilidad es hacia adelante y cuyo recorrido es el más rígido e invariable. Es primo lejano del dueño de un rickshaw en China, que pedalea concentrado para llevar a su pasajero por las calles de una ciudad atestada. Es descendiente del conductor de la diligencia que en Londres transportaba, lo más rápido posible, a Sherlock Holmes hacia donde su investigación en curso lo requiriese. Sus más remotos antepasados eran los esclavos que, sin poder quejarse, llevaban en litera a un senador romano desde su villa hasta el Foro, subiendo y bajando las colinas de Roma. Y es hermano del chofer de ambulancia, cuyo trabajo se parece mucho al suyo pero se diferencia en la urgencia de cada traslado y en que los destinos de la ambulancia son fijos (el hospital), mientras que los del taxi son tantos como casas hay en la ciudad.

Mientras cumple su turno, el chofer vive en su vehículo. Come en una pausa frente al volante, habla con sus colegas cuando se juntan ante un semáforo en rojo, duerme una siesta incómoda en alguna hora muerta de la madrugada, en una esquina céntrica, esperando un pasaje que no aparece y cuidándose de que nadie lo asalte. Y luego sigue manejando, siempre en movimiento.

Al cabo de varios años sentado frente a un volante, en una misma posición, la columna se resiente. El sedentarismo y el estrés son los principales enemigos de un chofer. Frente a las distracciones y las imprudencias de los demás conductores, su salvavidas obligado es el cinturón de seguridad, junto con el respeto por las reglas de tránsito. Pero, sobre todo, el chofer con el tiempo va aprendiendo que la mejor manera de llegar a un lugar es llegar sano y salvo, y tal vez cada tanto recuerde el viejo refrán: «Es mejor perder un minuto en la vida que la vida en un minuto».