Todos quieren mantener algo a salvo, ya sea su propia casa, sus valores en una caja fuerte o sus pensamientos en un diario íntimo cerrado con un candadito. La primera y más efectiva medida de seguridad, en todos estos casos y más, es un cerrojo, ya sea de combinación o con llave.

La llave es el elemento clave. Hay llaves para puertas, vehículos, cajones, muebles, candados, hasta para accionar máquinas. La mayoría de las llaves son de metal, aunque en la actualidad hay cerraduras que se abren con tarjetas magnéticas, o con piezas de plástico que parecen llaves pero en realidad son electrónicas. Sin embargo, casi todas las llaves que una persona lleva en su llavero (y hay gente que puede tener una docena o más en el bolsillo) descienden de las primitivas llaves de bronce dentadas.

Quien se entiende con ese complicado mundo de llaves y cerrojos es el cerrajero. Sólo él puede auxiliar a quien perdió la llave, rompió la cerradura u olvidó la combinación. El mundo del cerrajero está repleto de ­precisión milimétrica, movimientos mínimos y mecanismos tan delicados como resistentes.

Un taller de cerrajería se compone, básicamente, de varias máquinas especiales para reproducir llaves y de herramientas manuales, sutiles, como limas diminutas, o groseras, como un gran martillo para cuando todo lo demás falla.

Un cerrajero tiene que tener dedos hábiles, buen oído y un tacto sutil. Una mínima vibración en una llave o en un mecanismo le puede estar indicando cuándo la cerradura funciona o cuándo es conveniente dejar de aplicar presión. También debe tener algo de amor por los puzzles y rompecabezas, porque muy a menudo los mecanismos de un cerrojo son una combinación compleja de piezas articuladas entre sí.

El cerrajero es el amo y señor de lo inexpugnable, y los de su oficio están siempre en lucha con su reflejo oscuro, que comparte muchas de sus artes y sutilezas con fines totalmente opuestos: el ladrón.