El dinero es como un fluido. Se reúne en grandes reservas, desde donde fluye en caudalosas corrientes hasta los grandes bancos, donde se divide en afluentes menores que van a otros bancos, donde se separa en arroyos que van a empresas, y en arroyuelos que van a clientes particulares. Finalmente, en mayor o menor medida, termina goteando en las manos de las personas.

La cajera es el primer eslabón de la cadena del dinero, la que lo recibe o lo entrega en la mano de cada persona. Por día pueden llegar a ser cientos de personas las que pasan por su puesto de trabajo, que suelen estar apuradas y a las que la cajera debe atender con suma velocidad. Ella confía en sus dedos ágiles y su mente alerta para cobrar el importe justo y dar el vuelto exacto. Pero estar alerta y ser ágil todo el tiempo provoca estrés y agotamiento, y esos son los grandes enemigos de la cajera, los que pueden convertir en un desastre el cierre de caja al final de su jornada. Hay también otros riesgos, riesgos invisibles que viajan cómodamente ocultos en el dinero: son los gérmenes. Un mismo billete puede pasar de mano en mano muchas veces a lo largo de un día antes de llegar a la cajera. Si una sola de esas manos estaba sucia, entonces el dinero que esa mano tocó es una especie de taxi para esos seres microscópicos y para las enfermedades que ellos pueden producir. Claro que la cajera no está indefensa ante ellos; tiene un par de armas muy efectivas: agua y jabón, y las usa cada vez que puede.

Con el dinero pasa algo curioso: en sí mismo no es nada, sino que representa un valor, es decir, representa las cosas que pueden adquirirse al entregarlo. En la Antigüedad el dinero no existía. Las cosas se intercambiaban sin la mediación de un billete o moneda que representase su valor. Una oveja lanuda equivalía a ocho arenques, por ejemplo, así que si el pastor y el pescador estaban de acuerdo no había más que hablar. El dinero apareció cuando se hizo necesario agilizar el comercio (probablemente porque al pastor le daba pereza llevar una oveja al mercado cada vez que quería comer pescado; ya se sabe que las ovejas no entran en un bolsillo, ni siquiera las más pequeñas). Así que aparecieron las monedas de metal y luego los billetes, y más tarde los cheques, vales, bonos del tesoro, letras de cambio, tarjetas de crédito, giros bancarios y mucho más, como forma de que las personas tuvieran al alcance de la mano el valor de sus cosas.

Entre los que trabajan con dinero sin tocarlo se encuentran los contadores, que llevan las cuentas de empresas o personas. Los contadores no cuentan dinero, sino que registran sus movimientos. El dinero no solo entra y sale; también crece cuando está depositado en un banco y a veces pierde valor si no se lo utiliza. Todas esas variantes deben ser consideradas por el contador.

Los economistas son contadores a gran escala. Llevan la cuenta de los flujos de capital (o sea, dinero que no es dinero físico) de los países, o incluso —los más teóricos— del mundo entero, y predicen qué pasará con el equilibrio económico.

Pero aunque ambos trabajen con dinero, el trabajo de la cajera está muy lejos del de los economistas. Ella ve las cosas más de cerca, sin tantos ceros y comas. Y es que al ver cada día a los vecinos del barrio hacer sus compras, ella aprende que el dinero no es nada en sí mismo y que en realidad vale solo en la medida en que se lo utiliza bien: por ejemplo, para comprar un kilo de helado de chocolate.