El santo patrono de los practicantes del buceo debería ser Jacques-Yves Cousteau, el submarinista francés conocido sobre todo por sus hermosos documentales sobre la vida marina, pero también inventor del aqualung, el ahora popular sistema de buceo con tanques a la espalda y un respirador. El invento de Cousteau y sus posteriores mejoras reemplazaron totalmente al antiguo sistema, consistente en un traje hermético, pesas, una enorme escafandra metálica y una manguera que proveía aire desde la superficie. Desde Cousteau, los buzos pueden disfrutar libremente esa sensación parecida a la de volar, y el acceso ilimitado a cualquier rincón sumergido que esté a profundidades aptas para el ser humano.

Con todo, trabajar bajo el agua es complicado. Hay muchos oficios que lo hacen, desde la pesca o la recolección de moluscos hasta la reparación de barcos sin sacarlos a dique seco, el cuidado de las plataformas petroleras, los colectores submarinos o los cables subacuáticos, la búsqueda de tesoros y, claro, la enseñanza del buceo a otras personas. Para todos estos trabajadores el cuidado de su equipo es fundamental: son extraños en un mundo diferente, y para preservar el privilegio de moverse en él solo cuentan con una mascarilla, dos tubos y dos tanques de oxígeno.

Además, a partir de determinada profundidad hay que tener mucho cuidado con las diferencias de presión. Para un buzo de profundidad, que desciende mucho más allá de lo común, un breve paseo por los fondos marinos (que en realidad están apenas arañando la superficie de los abismos oceánicos, tan profundos que solo unas pocas máquinas pueden alcanzarlos) significa largas horas de descompresión antes de poder volver a la superficie.

Y, por supuesto, un buzo debe estar atento a todo peligro. Por más profesionalismo, horas de buceo y experiencia que acumule, siempre será un intruso en el mar, y permanentemente correrá el riesgo de terminar en la panza de algún tiburón, el verdadero dueño y señor de esos andurriales.