Un bombero puede estar bajando un gato de un árbol, o apagando llamas de cientos de metros de altura en un pozo petrolero incendiado, o evacuando un frigorífico ante un escape de amoníaco. Puede estar haciendo una zanja cortafuegos para evitar que se quemen hectáreas de bosques en verano, liberando a una familia atrapada en un ascensor descompuesto, o lo que todo el mundo asocia con el oficio: lanzando chorros de agua a presión por la ventana de una casa en llamas.

En realidad, la mayor parte del tiempo un bombero está esperando que suene la alarma para bajar por el caño de metal, correr hacia el camión y salir a toda velocidad hacia la emergencia que lo reclame.

Un bombero duerme, come, vive pendiente de ese llamado. Para suavizar un poco el estrés y el impacto de la alarma tradicional, ahora se usa música clásica o popular, una melodía diferente de acuerdo con la dimensión del fuego. Pero la tensión constante siempre está presente. Cuando suena la alarma, un bombero tiene un minuto y medio para estar, con todo su equipo a cuestas, sobre el vehículo que ya está arrancando.

Los bomberos profesionales son un invento relativamente moderno. Cuando se quemó la biblioteca de Alejandría, cuando se quemó Londres en 1666, no había bomberos disponibles para ayudar. Tampoco los había en China en 1556, cuando un terremoto mató a 830.000 personas, aunque hubieran sido muy necesarios. Y es que los bomberos no solo se ocupan del fuego, sino que hacen frente a una amplia variedad de catástrofes y tragedias, desde árboles derribados por un temporal o inundaciones hasta gente que amenaza con suicidarse. Los bomberos, aunque comúnmente se los llame ­soldados del fuego, son en realidad servidores públicos multitarea, que se ocupan de todo aquello de lo que nadie más sabe cómo ocuparse.

En algunos países son más requeridos que en otros, por el tipo de construcción. En Estados Unidos, donde son comunes las casas edificadas del piso al techo en madera, un incendio casero puede terminar devastando un barrio entero, o hasta una ciudad. Los incendios más comunes se producen en el verano, por descuido de la gente que deja fuegos prendidos, los cuales se extienden a los bosques y pueden quemar cientos de hectáreas.

Entrar con una manguera a lo loco para echar agua y tratar de apagar lo más rápido posible un incendio no solo es peligroso: es impráctico y difícilmente funcione. Una dotación de bomberos actúa como un ejército en combate, aplicando estrategias para rodear, controlar, minimizar y finalmente sofocar, o dejar que se sofoque solo, a su gran enemigo, el fuego.

Protegidos por sus trajes ignífugos pueden soportar algunos minutos el efecto devastador de las llamas. La temperatura de la punta de la llama –la parte más fría del fuego– alcanza los 700 ºC. El peligro no es sólo el calor, sino el humo, muchas veces tóxico o incluso letal cuando se queman sustancias químicas. Además está el peligro de los derrumbes, los pisos que se hunden, las explosiones.

La tarea del bombero no es siempre apagar el fuego, sino más bien dominarlo y, por sobre todo, poner a salvo a las personas. Pero debe mantener la sangre fría para actuar con cautela y con inteligencia, porque en el trance de un rescate, si el bombero arriesga su vida con descuido, en lugar de salvar una vida puede hacer que se pierdan dos.