A lo largo de la historia, las abejas fueron vistas por el hombre como símbolo de prosperidad y trabajo. Napoleón Bonaparte vestía un largo manto imperial bordado con abejas de oro. Las monedas de la antigua Éfeso llevaban grabada a fuego un ejemplar de la Apis mellifera, la especie de abeja más abundante del planeta.

Algunos pueblos fueron aún más lejos: enterraban a sus muertos embalsamados en miel, creyendo que así estos alcanzarían la vida eterna.

Las abejas, ignorantes de su fama, se levantan cada día a trabajar sin descanso. Cada colmena está organizada en torno a una reina, la cual debe ser alimentada especialmente, dado que es la única abeja capaz de reproducirse. Un ejército de abejas obreras se aventura diariamente en busca del néctar de las flores, con el que producen la miel y la jalea real, el alimento exclusivo de la reina. Si bien las obreras son incapaces de poner huevos, desarrollan un gran instinto maternal a la hora de cuidar a las larvas. Otra de sus tareas es construir la colmena con la cera que segregan sus cuerpos.

Cuando llega el verano la reina sale al exterior y es fecundada por varios zánganos, que luego son expulsados de la colmena.

El apicultor es el pastor de las abejas. Observa su reino con obsesivo detalle. Logra fabricar colmenas similares a las originales; las coloca cerca de un campo donde las obreras puedan encontrar abundante polen; está atento a las enfermedades de su rebaño zumbante y sabe cómo curarlas. Cuando llega el invierno, si ha hecho bien su tarea, podrá apropiarse de una porción de la miel producida, nunca más de la cuenta. También puede aprovechar la cera y la jalea real, pero siempre en su justa medida. Si el apicultor rompe el fino equilibrio de la colmena, la vida de la reina puede estar amenazada y, con ella, la de todo su reino. El lechero acaso pueda sobrevivir con una sola vaca, ordeñándola todos los días para vender la leche. En cambio, el apicultor precisa de toda la colmena.

A la hora de extraer la miel, el riesgo de ser picado por una abeja es parte de la vida cotidiana del apicultor. Un movimiento brusco puede violentar al ejército de obreras, que no dudarán un instante en lanzarse contra el agresor y clavarle sus aguijones. Aunque use humo para ahuyentarlas un poco mientras toma una parte del dulce botín, eso no es suficiente: la picadura de cien abejas puede ser mortal para un hombre. Pero ¿acaso la abeja sabe que al clavar su aguijón muere instantáneamente? No lo sabemos. En cualquier caso, el traje protector resulta tan indispensable para el apicultor como para el astronauta. El traje incluye una máscara, guantes y calzado forrados con tejidos especiales, generalmente blancos, porque este color transmite serenidad a las abejas.

Hasta el 1500, la miel fue el único edulcorante conocido por el hombre. Todo lo que quisiera endulzarse debía pasar por la miel. Hoy también tenemos el azúcar.

La luna de miel parece encontrar su origen en Babilonia, hace más de 4000 años. El padre de la novia le daba de beber al novio toda la cerveza de miel que el muchacho pudiese soportar durante un mes (una luna llena).

Entre los romanos, la madre de la novia dejaba en la alcoba nupcial cada noche, durante un mes, una vasija con miel para los recién casados.

Los teutones, en Alemania, solo celebraban sus bodas bajo la luna llena, y durante los 30 días posteriores a la boda los novios bebían licor de miel. Se creía que aumentaba la fertilidad.

Hasta el día de hoy, la luna de miel sigue siendo un período de aislamiento en el que los novios, a veces en un lugar lejano y exótico, inician su vida matrimonial, también llamada las mieles del amor.